sábado, 23 de febrero de 2013

No existe el olvido, amor, esa es la mejor parte

Intento distinguir algo, pero la oscuridad era demasiado densa, demasiado intensa. Escuchó a un pájaro aletear, y luego... nada. El silencio lo llenaba por dentro, no era eso lo que lo tenía tan alterado. De hecho, el silencio lo tranquilizaba. 
Tenía miedo, pero no por la oscuridad. Le agradaba el hecho de prescindir de ese sentido, al menos por un rato. No, no era la oscuridad ni el silencio lo que le helaba la sangre. No sentir su presencia era lo que lo apesadumbraba. 
Había prometido esperar, esperar ahí, debajo del árbol con el nido de cuervos. Había jurado esperar, todo el tiempo que hiciera falta. Había conservado la esperanza por más de cien años, en tres días serían ciento cincuenta. 
Pero ahora, ese miedo lo había envuelto por completo. Podía sentirlo, podía sentir que no volvería a ser digno de su presencia. Él había cumplido su promesa. Ella no cumpliría la suya. Ahora lo sabía. 
¿Podría romper la promesa? ¿Podría echar a correr, en la oscuridad, en el silencio? ¿Acaso habría algo o alguien que esperara para ser encontrado? 
Intento moverse, pero solo pudo hacerlo en el lugar. Su conciencia se lo impedía. A pesar de que sabía que nunca volvería, no podía despecharse de su recuerdo tan fácil y echar a correr. Pero quería hacerlo. Maldición si quería hacerlo. 
Solo deseaba echar a correr, e ir deshaciéndose de sus recuerdos, uno por uno, en la oscuridad. Los quería dejar ahí, en el suelo, si es que había alguno, para que, si alguna vez ella volviera, arrepentida, encontrada todos sus recuerdos abandonados, sin vida. Ella lo había querido así. 
El día ciento cincuenta, noto que podía ver un poco mejor. Distinguió algunas ramas, hasta le pareció distinguir la silueta de un cuervo al pararse en la cima de un árbol. 
Sonrió. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si volviera a buscarlo? Quizá de eso se trataba, de esperar hasta que la luz volviera.
Y espero. Espero otros doscientos años, y con cada año, la oscuridad aclaraba poco a poco. 
Cuando despertó, el día que se cumplían doscientos años, se dio cuenta que veía lo suficiente como para distinguir cada árbol, cada rama y cada ave. 
La recordó. Hacía cuatro años no pensaba en ella. A su alrededor se encontraban los recuerdos de los que había ido despegando con el tiempo. No estaban muy lejos, pero estaban abandonados. Intento moverse, y se sorprendió al percatarse de que podía hacerlo. Comenzó a correr, pero se acordó de los recuerdos. Los recogió uno a uno, volvió a mirarlos, volvió a vivirlos. 
Una lágrima resbaló de su mejilla al verlos desvanecerse, los recuerdos no duraban tanto como ellos. Mucho menos si se los abandonaba. Vio morir a sus recuerdos, a sus sentimientos. 
Corrió, corrió lo más que pudo. Tenía que encontrar a ese alguien, ese alguien que esperaba ser encontrado. No importaba sino era a él a quien esperaban, pero no podía dejar que alguién más pasará por lo mismo. 
Tenía que salvarlo. Tenía que salvarse. 

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